Paciencia
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Solemos catalogar como héroe a una persona que soporta sacrificios o sobresale en una virtud mucho más allá de lo comúnmente esperable o exigible. De allí que reservemos este calificativo casi exclusivamente para los que mueren en suplicio antes que negar su fe, o derraman su sangre por el honor y la justicia de la patria amenazada.
En esta perspectiva de grandeza, la corona de héroe viene siempre aureolada de espectacularidad: la mirada atónita de millones de espectadores o lectores tributa homenaje a quien vistosamente sobrepasó la medida de lo acostumbrado.
Quien contempla con devoción cada paso del Via Crucis y eleva la vista hasta clavarla en Jesús crucificado, no duda en venerarlo como héroe. Pagaba allí una deuda que no era suya; cargaba el peso de pecados que no había cometido; desafiaba, enteramente solo y desarmado, el poder del Sanedrín y de Roma; absorbía en silencio una grotesca farsa judicial montada para condenarle a muerte; y en sus tres horas de agonía no hacía otra cosa que orar a Dios implorando perdón para sus verdugos.
Que su dolor era real y letal lo testimonian sus lágrimas y sudor de sangre en el huerto de los olivos y su grito de humana angustia ante la tentación de sentirse abandonado.
Pero ese heroísmo no se improvisa ni es casual. Se forja, educa e incrementa en el crisol de la vida y rutina de cada día. Jesús Niño hace vida de familia, sometido a la autoridad de sus padres. Ayuda en trabajos de carpintería y albañilería; siembra y cosecha trigo, poda viñas, apacienta corderos y ovejas; frecuenta la sinagoga cada sábado: y así hasta los 30 años. Ya adulto, soporta sin quejas el asedio de los que imploraban de él sanación, alimento y verdad; y el acoso sin tregua de tramposos fariseos y saduceos.
Lo que más le costó humanamente fue soportar las dudas y titubeos de fe de sus discípulos: "¿hasta cuándo tendré que aguantarlos?", "¿por qué son tan lerdos y tardos en entender?", "¿por qué dudaste?". Y laceraba su alma vislumbrar cómo la hipocresía y servilismo de los líderes de su pueblo acarrearían pronto la devastación de la Ciudad Santa.
Paciencia humana, espejo y fruto de la paciencia divina. Cada uno sabe en su corazón cuántas veces ha soportado Dios sus innumerables fechorías, tonterías, ingratitudes e infidelidades, sin escatimarle benevolencia ni acogida al retornar al nido. He ahí un poderoso argumento para que tengamos paciencia con los demás. Cada prójimo que me molesta, incomoda o exaspera no hace sino recordarme lo que yo tantas veces he hecho con Dios, además de urgirme a que yo me sienta especialmente responsable de orar y trabajar por su conversión.
La penitencia más heroica es soportar, en silencio y sin publicidad, los mil pequeños alfilerazos de la convivencia diaria.